martes, 19 de marzo de 2013

LA GUERRA MUNDIAL

Dice Hitler:

"Nada me había entristecido tanto en los agitados años de mi juventud como la idea de haber nacido en una época que parecía erigir sus templos de gloria exclusivamente para comerciantes y funcionarios"

Los acontecimientos históricos daban la impresión de haber llegado a un grado de aplacamiento que bien podía creerse que el futuro pertenecía realmente sólo a la "competencia pacífica de los pueblos" o, lo que es lo mismo, a un tranquilo y mutuo engaño con exclusión de métodos violentos de acción. Los Estados iban asumiendo cada vez más el papel de empresas que se socavaban recíprocamente y que también recíprocamente se arrebataban clientes y pedidos, tratando de aventajarse los unos a los
otros por todos los medios posibles y todo esto en medio de grandes e inofensivos alteraciones.

Cuando en Múnich se difundió la noticia del asesinato del Archiduque Francisco Fernando (estaba en casa y oí sólo vagamente lo ocurrido), me invadió en el primer momento el temor de que tal vez el plomo homicida procediese de la pistola de algún estudiante alemán que, irritado por la constante labor de eslavización que fomentaba el heredero del trono austriaco, hubiese intentado salvar al pueblo alemán de aquel enemigo interior.
Es injusto hacer pesar hoy críticas sobre el gobierno vienés de entonces acerca de la forma y del contenido de su ultimátum a Serbia.

El Estado entero se encontraba en sus últimos años, de tal manera dependiente de la vida de Francisco José, que la muerte de ese hombre, tradicional personalización del Imperio, equivaldría, en el sentir de la masa popular, a la muerte del propio Imperio.

¿Sería posible imaginar a la vieja Austria sin su viejo Emperador?

Evidentemente que no es justo atribuirles a los círculos oficiales de Viena el haber instado a la guerra, pensando que quizá se la hubiera podido evitar todavía. Esto ya no era posible; cuanto más, se habría podido aplazar por uno o dos años. Pero en esto residía precisamente la maldición que pesaba sobre la diplomacia alemana y también sobre la austriaca, que siempre tendían a dilatar las soluciones inevitables, para luego verse obligadas a actitudes decisivas en el momento menos oportuno.

La Socialdemocracia se había empeñado desde decenios atrás en realizar la más infame agitación belicosa contra Rusia, y el partido católico había hecho del Estado austriaco, por razones de índole religiosa, el punto de referencia capital de la política alemana. Por fin había llegado el momento de soportar las consecuencias de tan absurda orientación.

El error del gobierno alemán, deseando mantener la paz a toda costa, fue el de haber dejado pasar siempre el momento propicio para tomar la iniciativa, aferrado como estaba a su política aliancista con la que creía servir a la paz universal y que, a la postre, le condujo únicamente a ser la víctima de una coalición mundial que, a su ansia de conservar la paz, le opuso una inquebrantable decisión de ir a la guerra.

 


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